Vivo muy cerca de la plaza de San Pedro y disfruto paseando por allà por las tardes. Una de las cosas que más me impresiona de la plaza y de la basÃlica de San Pedro es su enorme tamaño. La escala transmite una impresionante sensación de grandeza, la épica historia de la Iglesia y sus figuras imponentes, primero Cristo y luego los apóstoles y los santos. Si han visitado la plaza o han visto fotos de ella, sin duda habrán notado las dos imponentes estatuas de San Pablo sosteniendo una espada (a la derecha mirando hacia la basÃlica) y San Pedro sosteniendo la llave a la izquierda. Miden 5,5 metros de altura y están sobre pedestales que a su vez miden casi 5 metros. Para aquellos que, como yo, no crecieron con el sistema métrico, ¡eso es casi 35 pies de altura! De hecho, mientras pasaba por allà una noche, escuché a un niño preguntarle a su madre: «¿Quiénes son esos gigantes?».

Qué gran pregunta.
Como sabemos, nuestra tradición considera a los santos Pedro y Pablo como los dos pilares apostólicos de la Iglesia inspirados por Jesucristo, y tal y como los representan los escultores en esta escala épica y estilo heroico, fueron en muchos sentidos más grandes que la vida. Sin embargo, como ambos están enterrados en Roma, sabemos que también eran seres humanos normales y mortales como tú y como yo. Eran imperfectos. Uno era especialmente impulsivo, ambicioso y competitivo, y un discÃpulo infiel que falló a Jesús en su hora más desesperada. El otro era un fanático religioso que sancionó el asesinato de aquellos que se desviaban de su fe. Ambos lucharon por comprender y seguir a nuestro Señor, cometieron errores en el camino e incluso discutieron entre ellos sobre cómo avanzar en la difusión del Evangelio.
Pero nada de esto impidió que Dios los amara en Cristo y los llamara más allá de sus debilidades, sus lÃmites y sus responsabilidades para convertirse en algo más. SÃ, cada uno de ellos fue transformado por ese amor divino, y también siguieron siendo ellos mismos. Incluso cuando Pedro asumió su papel de roca y primero de los discÃpulos, aquel a quien la Iglesia primitiva de Jerusalén veÃa como la cabeza de la comunidad, siguió siendo él mismo. Necesitaba confiar en la dirección de Cristo en y a través del EspÃritu Santo, y en el consejo de sus compañeros creyentes para saber cómo afrontar los retos a los que se enfrentaban: la persecución, el crecimiento y las divisiones basadas en diferencias teológicas.
Pablo, el incansable misionero que se aventuró por todo el mundo mediterráneo sembrando las semillas del Evangelio, cultivando creyentes en comunidades, formando lÃderes, atendiendo a cada iglesia incipiente con sus cartas de instrucción, disciplina y afecto… él también seguÃa siendo él mismo. Y asà como los escritores del Evangelio captaron y transmitieron las imperfecciones de Pedro, Pablo llega incluso a escribir abiertamente sobre su vulnerabilidad, sus luchas internas y su dependencia de los amigos para colaborar en el ministerio.
SÃ, estos dos hombres fueron heroicos a su manera, y eran humanos. Y lo que los hizo heroicos no fue su fuerza, su conocimiento, su capacidad retórica ni nada parecido a la autosuficiencia. Todo lo contrario. Era su disposición a ser humanos y a depender de Dios y de los demás para cumplir su misión. Era su disposición a correr riesgos increÃbles y a adentrarse en la incertidumbre que se les presentaba, confiando en que Cristo los acompañarÃa. Era su disposición a cometer errores mientras hacÃan cosas audaces, sabiendo que recibirÃan el perdón de Dios.
Era su capacidad de ser ellos mismos con tal autenticidad y franqueza que los que los conocÃan percibÃan lo cerca que estaban de Cristo… eran como ovejas que tenÃan el olor del pastor, la sensación palpable de su amor, su misericordia, su amistad. Al ser ellos mismos, paradójicamente se despojaban de las falsas pretensiones de santidad que podÃan obstaculizar el rostro de Cristo que brillaba a través de ellos. Era esta intimidad con Cristo lo que los convertÃa en los pilares apostólicos que eran. No los hizo perfectos. Los hizo perfectamente imperfectos y, por lo tanto, aptos para servir como lÃderes.
Cuando nos miramos en el espejo, no vemos figuras de 10 metros de altura con aspecto heroico. Vemos personas corrientes, perfectamente imperfectas, dependientes de Dios y de los demás para cumplir nuestra misión como discÃpulos y lÃderes. De hecho, cuando nos esforzamos demasiado por ser otra cosa, gigantes o héroes, eso es a menudo lo que impide que Dios actúe a través de nosotros. Recordamos las palabras de Pablo: «Más bien, me gloriaré en mis debilidades…».
En esta solemnidad de estos dos grandes apóstoles, podrÃamos preguntarnos: «¿He aceptado, a la luz del amor de Dios, que es a través de mi humanidad, es decir, a través de mi vulnerabilidad y dependencia de la gracia de Dios, donde se manifiesta más claramente la santidad?». Como lÃderes, ¿guardamos tan preciadamente como Pedro y Pablo las historias de cómo Jesús nos ha acompañado en el camino, nos ha instruido, nos ha perdonado, nos ha sido fiel…? Estas son las historias que nos dan la autoridad para evangelizar a los demás con nuestra «buena nueva», con las formas en que Dios ha sido tan bueno con nosotros. Y en nuestros roles de autoridad, servicio y responsabilidad, ¿seguimos el ejemplo de Pedro y Pablo, orando constantemente para discernir con los demás cómo avanzar en nuestras misiones? Esto es lo que significa ser una Iglesia en camino sinodal juntos.
Contigo en el camino,