Recuerdo la primera vez que oà a alguien describirme como «arrogante». Me sentà devastado. Fue justo después de terminar la universidad y uno de mis mejores amigos me estaba describiendo a una mujer que acababa de conocer. Él no tenÃa ni idea de que yo estaba en la habitación de al lado y podÃa oÃr todo lo que decÃa, mientras continuaba: «David es un creÃdo y a veces se cree mejor que los demás». Me sorprendió oÃr a mi querido amigo decir eso y me sentà profundamente herido.

Recuerdo que pedà opinión a otros amigos cercanos para comprender mejor si ellos me percibÃan de la misma manera y, aunque ninguno lo dijo tan abiertamente, me comentaron que, a veces, dejaba que mi estatus de «estudiante de honor» (usaron comillas en el aire) y lÃder estudiantil en el campus «se me subiera a la cabeza». Me sorprendió que me quisieran de todos modos y por eso me tomé muy en serio sus comentarios.
Aunque sin duda fue doloroso escuchar estos comentarios, también me inquietó un poco que pudiera estar tan ajeno a la percepción que tenÃan los demás de mÃ. Era lo último que querÃa. Una de mis compañeras de clase se habÃa especializada en psicologÃa y añadió, como para hacerme sentir mejor: «No pasa nada, David. La mayorÃa de la gente intenta compensar de alguna manera sus inseguridades». Ahora, cuando pienso en esto, me hace sonreÃr, pero en aquel momento recuerdo que pensé: «¡Vale, ahora estás añadiendo más leña al fuego!».
En el evangelio de este domingo, tomado de Lucas 18, 9-14, la historia que cuenta Jesús pone de relieve un tipo particular de arrogancia. El fariseo se enorgullece de su obediencia a la ley, de su piedad y disciplina personales. Cree que estos factores lo hacen superior a los demás y, desde su posición de superioridad, mira a los demás con desprecio, incluso con desdén. El fariseo también es bastante ciego, porque si fuera más consciente de sà mismo, se darÃa cuenta de que estas actitudes están muy lejos de la santidad que profesa tener, como si la rectitud fuera una posesión suya o una cualidad que se ha ganado. Se habrÃa dado cuenta de cómo su arrogancia endurecÃa su corazón, limitando su apertura hacia los demás y restringiendo su compasión. HabrÃa comprendido que su orgullo era un sÃntoma de su distancia de Dios, por muy cerca que Dios estuviera caminando con él.
Mientras tanto, sabemos que Jesús alaba al recaudador de impuestos, cuya conciencia de su debilidad y pecado se entiende desde una perspectiva virtuosa. Sabe que es imperfecto y que necesita la gracia de Dios, y aunque se mantiene a una distancia respetuosa del Santo de los Santos, sin duda se ve a sà mismo como un ser humano muy falible entre y con sus semejantes. Su corazón es tierno en su humildad y abierto a la misericordia y la bondad de Dios, al contrario que el fariseo, que niega su necesidad de Dios. En cambio, se justificó a sà mismo.
A lo largo de los años, me he encontrado en un viaje de descubrimiento relacionado con las formas en que he sido propenso a la autojustificación. Y, de hecho, he aprendido que mi amigo psicólogo tenÃa razón: aquellos de nosotros que caemos en el orgullo o la arrogancia estamos, en realidad, compensando áreas de inseguridad. A veces he temido no ser tan inteligente como los demás, por lo que he intentado demostrar que lo era. He temido no ser tan competente o exitoso como los demás, por lo que me he esforzado por demostrar que lo era. He temido no ser tan popular o influyente como los demás, por lo que he intentado demostrar que lo era. Y aunque digo todas estas cosas como si fueran cosa del pasado, sé que, a veces, sigo compensando de la misma manera, pero quizá de forma más sutil. El momento en que crea que, de alguna manera, he superado esta tendencia será el momento en que aquel a quien Ignacio de Loyola llamó «el enemigo de nuestra naturaleza humana» haya ganado. Siempre confiaré en la voluntad de Dios de amarme de todos modos.
Comparto esto con sinceridad porque, en lo más profundo de mi corazón, creo que la humildad no solo es lo que Dios quiere para cada uno de nosotros, sino que también es lo mejor para nosotros, especialmente si se nos han confiado funciones de servicio y responsabilidad como lÃderes.
Quizás pienses: «Pero ¿no tienen que ser los lÃderes seguros de sà mismos, audaces y duros? ¿No tienen que ser ejemplares en cuanto a conocimientos y experiencia, capacidad y competencia? ¿No se aprovecharÃan los demás de un lÃder humilde?». Hay algo de verdad en cada una de estas afirmaciones, pero no toda la verdad.
No es necesario detallar todas las desventajas y las implicaciones del orgullo, la arrogancia o la autosuficiencia en los lÃderes (aunque las conocemos, también es notable que elijamos a muchas personas con estas caracterÃsticas). Pero las ventajas de la humildad parecen requerir más atención hoy en dÃa.
La humildad consiste en permanecer en el rico suelo abonado (humus) de la verdad completa, que todos somos pecadores imperfectos que, de todos modos, somos totalmente amados por Dios. En este amor, no hay necesidad de autojustificarse y, de hecho, la autojustificación y el orgullo se revelan como los frágiles engaños que son, débiles compensaciones por lo que tememos que nos falta. La humildad nos permite tomarnos a nosotros mismos a la ligera, reÃrnos y disfrutar del humor a nuestra costa.
La humildad respecto a nuestros lÃmites y parcialidad, nuestras imperfecciones y necesidad de gracia, nuestra necesidad de que otros nos ayuden a completarnos y complementen nuestras debilidades con sus dones… este tipo de humildad es una virtud y una fortaleza para los lÃderes. Y la humildad de admitir que cometemos errores, que también estamos en un proceso de crecimiento, integración, aprendizaje y madurez que dura toda la vida, también es un tipo de liderazgo para este viaje humano en el que todos estamos.
Lo último que me gustarÃa decir por ahora sobre la humildad es que no excluye en absoluto la posibilidad de la audacia, el coraje o la fuerza. De hecho, es la combinación de humildad y tenacidad para un propósito y una misión más grandes que uno mismo lo que crea las condiciones para una calidad excepcional de liderazgo, el liderazgo de los siervos y discÃpulos que siguen a su Señor en su Camino.
Con ustedes en el camino,

